Mi cámara ha sido testigo de lo que muchos prefieren ignorar: migración, desigualdad, duelo, resistencia. Fotografío no solo para mostrar, sino para dejar memoria; imágenes que interpelan, conmueven y cuentan lo que no siempre llega a los titulares.
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HORACIO
SICILIANO

En 1999, el país cambió su modelo hacia el socialismo y eligió como presidente a Hugo Chávez, quien impulsó el populismo, rompió relaciones con Estados Unidos y se alió con China y Rusia, que prestaron miles de millones a Venezuela. Chávez gobernó hasta su muerte en 2013 y aún es considerado un héroe por los más pobres.
Pero su gobierno gastó demasiado en programas sociales y fijó precios para prácticamente todo. Las tierras agrícolas fueron primero declaradas propiedad del Estado y luego abandonadas. Así, el país se volvió dependiente de la venta de petróleo al extranjero.
Antes de morir, Chávez escogió a Maduro como su sucesor, y este mantuvo las prácticas del régimen. Su gobierno dejó de publicar estadísticas confiables, incluidas las de crecimiento económico e inflación. También aceptó millones en sobornos para proyectos de construcción y acumuló deudas que todavía hoy sigue intentando pagar.
Mientras tanto, el único producto que le quedaba a Venezuela comenzó a devaluarse. Para 2014, el precio del petróleo rondaba los 100 dólares por barril. Pero luego, varios países empezaron a extraer más gracias a nuevas tecnologías que lo hacían accesible, y al mismo tiempo, muchas empresas en el mundo dejaron de consumir gasolina. El exceso de oferta hizo que el precio mundial cayera a 26 dólares por barril en 2016.
Hoy está en torno a los 50 dólares, lo que significa que los ingresos de Venezuela se redujeron a la mitad.
El país ha sido llevado a un colapso sin precedentes.
El colapso ha sido inminente: el país ha cambiado, su gente ha cambiado.
COLAPSO INMINENTE >





Sin otro lugar adonde ir, decenas de refugiados han creado un nuevo hogar dentro de un antiguo edificio escolar abandonado. El fotógrafo Horacio Siciliano documenta la vida en su interior.
La mayoría de las personas que caminan por el barrio del Raval, en Barcelona, no se detienen a mirar el deteriorado edificio de la antigua escuela Massana. Los ladrillos han perdido su color. Graffitis cubren las paredes y la puerta de entrada. Podría parecer abandonado… hasta que se ven los migrantes y refugiados entrando y saliendo por la puerta principal a lo largo del día.
Unas 40 personas han llamado a este edificio su hogar durante meses. Vienen de todas partes del mundo: Rusia, India, Pakistán, Marruecos, Ucrania, Guinea y Venezuela. Algunos viajaron en avión, otros escondidos en camiones o en pequeñas embarcaciones. Huyeron de sus hogares en busca de seguridad y refugio. Pero lo que encontraron en Europa estuvo muy lejos de eso. Ahora son solo un número, un expediente que tardará años en resolverse.
Ellos llaman a este edificio su nuevo hogar: El Encierro. Permanecen allí en protesta, denunciando el “racismo social e institucional” que sienten desde que llegaron. Y no tienen intención de irse hasta que el gobierno atienda sus demandas.
Algunos quieren asilo. Otros simplemente un trato más digno. Pero, por encima de todo, todos quieren un lugar al que puedan llamar hogar.
No es sorprendente que el gobierno de España no cuente con la infraestructura ni los recursos para integrar a tantos migrantes solicitando protección internacional, lo que deja a la mayoría en situaciones precarias, sin dinero ni empleo, y muchas veces, sin un sitio donde dormir.
La puerta de El Encierro está cubierta de mensajes sobre inmigración, escritos en distintos idiomas y alfabetos. Los residentes se comunican con miradas y gestos, porque no existe una lengua común que todos comprendan.
A pesar de sus diferencias culturales, los habitantes de El Encierro se tratan como familia.
No tienen a nadie más...
EL ENCIERRO >

Los Yukpa, hoy asentados en los alrededores de la avenida Las Industrias de Barquisimeto, Venezuela, donde —según ellos— pronto llegarán más.
Allí viven 110 familias en casas improvisadas con palos, tablas de madera y bolsas. En ellas se distribuye una pequeña comunidad que no mantiene un orden jerárquico definido, contrario a lo que la historia cuenta sobre su organización social. Alfonso es quien “pone orden”; de ninguna manera es el representante del grupo (y mucho menos el jefe). No pude conocerlo porque estaba trabajando. Fue Evencio quien me recibió, uno de los pocos que habla español con fluidez. Tiene 30 años y está a cargo de 6 hijos; algo que podría parecer una locura en estos tiempos, pero para él no lo es.
“Llevamos aquí más de un año, venimos de la Sierra de Perijá porque allá no hay nada; no hay comida, no hay trabajo, todo es un problema. Aquí, el gobierno viene de vez en cuando y nos ayuda con comida, nos prometieron tierras y casas, bueno, estamos esperando eso. También la gente pasa y nos ayuda, nos dan comida y ropa. Yo trabajo haciendo sombreros, como muchos aquí; al día se venden entre 1 y 3 (entre 1000 y 2000 bolívares cada uno, según el tamaño). Otros van a limpiar vidrios o a pedir en los semáforos. Estamos bien, estamos mejor que en la Sierra de Perijá”.
¿Mejor que en la Sierra?
Según la historia, el pueblo Yukpa era una comunidad dedicada a la agricultura, la caza con flechas, la pesca con arpón, la recolección y la ganadería. Los hombres invertían su tiempo en la caza y en la fabricación de los instrumentos para ello, mientras las mujeres se encargaban de la siembra y el cuidado de la huerta. Hoy vi una comunidad en completo abandono, obligada a dejar sus tierras por la falta de oportunidades, la minería ilegal y la real ausencia de voluntad de los gobiernos para apoyar a nuestros pueblos indígenas. Viven en condiciones insalubres, en chozas improvisadas, expuestos a toda la realidad del país que nos golpea tan fuerte. Dejaron atrás sus tierras, su cultura, para de alguna manera entrar en la nuestra, pero sin tener las herramientas necesarias para enfrentarse a nuestro modo de vida.

